“Y cuando salí con las manos teñidas de basura y dolores, las levanté mostrándolas en las cuerdas de oro, y dije:
Yo no comparto el crimen.”
Quiero dejar de guardar silencio y, por fin, hablar. Porque la discusión pública en la Argentina es tan chiquita, tan superficial, tan de ocasión, que no dice nada que importe. Enojado —enojado es poco—, estoy herido, indignado, por momentos desesperanzado. Lo que más me duele, lo que más me atraviesa, es ver a tantos burlarse o despreciar las convicciones más profundas en las que creo, mientras la política —esa antigua y excelsa facultad del ser humano— agoniza, degradada en un show de opiniones sobre lo inmediato, sobre la nada.
Me destroza escuchar a los detractores de la justicia social repetir, como loros, el verso de los “70 años de peronismo”, mientras millones de niños en mi país sufren hambre, frío y violencia. Me dan ganas de apretar el puño, aguantar las lágrimas y contar, una vez más, nuestra historia: la historia de una Argentina que pudo ser y no fue, diezmada por la codicia, la confusión y la traición.
Quiero que quede un registro escrito —aunque nadie lea, aunque ya todos lo sepan—: que hubo argentinos que creyeron, a pesar de todo, en el interés nacional y en la prosperidad posible, y que sintieron un profundo cariño por su tierra y su gente.
Me duelen las villas miserias, la gente durmiendo en la calle, la pobreza estructural de mi nación, la miseria de las provincias. Pienso en los siete millones de niños a quienes se les niega un futuro, presos de la desidia y de la traición de una clase dirigente vendepatria, siempre dispuesta a arrodillarse ante intereses extranjeros.
Por todo eso escribo esto: para levantar del suelo la verdad simbólica de un pueblo diezmado por la mentira, la duda y el desprecio de sus propios dueños. Lo hago con la rabia más honesta que conozco: la rabia de quien ama y no soporta ver destruido lo que ama.
No busco glorificar nuestras virtudes ni victimizarnos, mucho menos armar un discurso sobre mi derecho a hablar. Esto es un fragmento, una toma de posición honesta, cruda y sin vergüenza sobre la historia argentina. No pido disculpas.
Me hiere que mi país sea visto en el extranjero como un mercado, como un botín de paso, un lugar al que venir a hacer negocios y después huir con las ganancias. Me duele pensar en los millones de argentinos que, desde 1810 hasta hoy, sufrieron las consecuencias de un país diseñado para enriquecer a unos pocos y sacar la ganancia afuera. Por la sangre derramada, el dolor, la pobreza, quiero escribir y tomar mi lugar en la historia.
Por nuestra herencia de dolor, pero también por la alegría y la capacidad de transformar la tristeza en arte y deporte —porque supimos tener grandes nombres y grandes gestos—, escribo esto.
Espero que esta vez no pase inadvertido.
Que el corazón de los humildes del mundo encuentre, en estas palabras, una defensa, un lazo, un porvenir.