La Pampa Húmeda, una nación sin nación

La Pampa Húmeda es el núcleo productivo histórico de la Argentina y una de las regiones agrícolas más fértiles del mundo. Abarca unos 60 millones de hectáreas: el norte bonaerense, el sur de Santa Fe y Córdoba, el noreste de La Pampa y parte de Entre Ríos. La combinación de suelos profundos, lluvias regulares y clima templado la hace comparable apenas con cuatro zonas a escala global:

  • Ucrania, “el granero de Europa”

  • El Midwest de Estados Unidos (Iowa, Illinois, Minnesota, Nebraska)

  • El Punjab indio

  • Algunas franjas de la estepa rusa

(Obsérvese que, al enumerar, aparecen tres potencias agrícolas históricas —Ucrania-Rusia, Estados Unidos e India— cuyos territorios han marcado el pulso de la geopolítica mundial).

Durante más de un siglo, esta región sostuvo el grueso de la producción, exportación y generación de renta del país. No solo en granos, carne y soja: también en política. Porque desde allí —desde esa riqueza concentrada— se moldeó un modelo de poder que dominó el Estado sin jamás asumir el proyecto de construir una Nación.

La renta generada por la fertilidad natural de esa tierra —una renta que no proviene del trabajo ni de la innovación, sino del privilegio físico de poseer un suelo excepcional— nunca fue devuelta al país en forma de desarrollo, justicia o infraestructura federal. Se concentró, se fugó o se reinvirtió en más concentración.

Ese modelo, nacido en la tierra, fue el germen del sistema de extracción sin retorno que hoy padecemos.

La historia de la Pampa no es solo productiva: es violenta. A fines del siglo XIX, tras la Conquista del Desierto, el Estado argentino repartió millones de hectáreas entre militares, políticos y financistas porteños. No hubo reforma agraria ni proyecto campesino. La tierra quedó en manos del 2 % de la población. No hubo República Federal ni justicia social: hubo latifundio, puerto y subordinación al capital externo.

La elite terrateniente, a diferencia de las burguesías europeas o asiáticas, no reinvirtió en nación. Exportó granos, carne y ganancias. Importó estilo de vida, objetos de lujo y saber técnico. No impulsó industria, educación rural ni ciencia nacional. Su lógica fue clara: sacar, acumular, volver a Europa.

Así nació una Argentina que —a diferencia de Estados Unidos con su Ley de Homestead, o Francia tras la Revolución— nunca integró a su población productora. El campo argentino, en vez de generar ciudadanía, generó vasallaje. Y el ejército fue su garante: reprimió huelgas rurales, sofocó movimientos sociales, aseguró el orden de la desigualdad.

Pero hoy ese poder ha mutado.

La Pampa Húmeda ya no es el centro exclusivo del poder argentino. Hoy el poder está distribuido en enclaves estratégicos subordinados al capital financiero global: litio en el norte, energía en Vaca Muerta, puertos privatizados, bancos offshore, acuerdos con fondos buitre, plataformas digitales extranjeras, y una clase política subordinada que oficia de intermediaria.

El viejo modelo agroexportador no desapareció: fue absorbido y resignificado por una lógica aún más amplia de saqueo estructural. Ya no se trata solo de grano y renta agraria: se trata de litio, datos, petróleo, deuda, tierra y hasta futuro. La concentración sigue, pero con nuevos actores y nuevas reglas.

El hilo común sigue siendo la ausencia de proyecto nacional.

Aquel campo que nunca reinvirtió en su pueblo hoy encuentra su espejo en las nuevas elites financieras y tecnológicas: tampoco devuelven nada. Tampoco integran. Tampoco imaginan un país. Solo extraen. Solo ganan. Solo huyen.

Y así como en el siglo XIX se distribuyó tierra sin justicia, hoy se entregan recursos estratégicos sin soberanía. Así como entonces se vendió el territorio al extranjero, hoy se venden los datos, el litio, los puertos, el cielo, el subsuelo. Todo, menos una idea de nación.