Peronismo, la excepción y el límite
En la historia argentina, el peronismo es la única experiencia de masas que —acertada o no— intentó construir una patria donde trabajo, justicia social y soberanía no fueran solo palabras. Fue la única fuerza que planteó una redistribución real de la riqueza y la integración nacional de los sectores populares.
Esto no es una reivindicación ciega; es el contraste con una clase dirigente que, durante décadas, solo pensó en exportar riqueza y reproducir privilegios. El peronismo —en sus mejores momentos— propuso algo distinto:
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Salarios altos y derechos laborales
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Industrialización y movilidad social
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Universidad gratuita y hospitales públicos
Por eso fue odiado y perseguido por los dueños del país y por la prensa de los poderosos.
Pero ningún proceso humano es puro. El peronismo también incubó burocracias, cacicazgos y personalismos. El riesgo de todo movimiento de masas: quedarse en el poder por el poder mismo, perder la frescura original, olvidarse del proyecto. En los últimos años, cayó más de una vez en la trampa del show mediático y la disputa mezquina por cargos, ahogando su pasión transformadora en internas y lógicas de aparato.
El menemismo fue la ruptura más brutal: traicionó la historia y los intereses populares bajo el sello peronista. Los noventa significaron entrega al capital financiero internacional, destrucción del empleo, extranjerización de la economía, la cultura del “sálvese quien pueda”.
Señalar solo la corrupción peronista sería hipócrita: la corrupción atraviesa política, empresariado, justicia, sindicatos y corporaciones. En Argentina casi nunca se habla de los grandes empresarios que fugan capitales, evaden impuestos o financian campañas a cambio de privilegios. El debate público se clava en la política y absuelve al que maneja el dinero y las reglas del juego.
En otras sociedades, el empresariado está en el centro de la conversación pública. En Estados Unidos, los grandes capitalistas son escrutados por medios como The New York Times, The Atlantic, Foreign Policy o ProPublica, y también deben responder en audiencias públicas ante el Congreso, donde senadores y representantes interrogan en vivo a CEOs de gigantes como Amazon, Google o Pfizer, y los obligan —al menos formalmente— a rendir cuentas frente a la ciudadanía. Puede haber show, sí, pero hay también un dispositivo institucional de control sobre el poder económico. En Francia, medios como Le Monde Diplomatique o Mediapart y organismos judiciales independientes exponen con firmeza el entramado entre empresas, partidos y élites financieras. En Alemania, canales públicos como ZDF o ARD abordan con seriedad las relaciones entre bancos, energía y poder estatal.
En esos países, los nombres de los dueños del capital no están escondidos: se los nombra, se los discute, se los investiga.
En Argentina, en cambio, el foco está puesto casi exclusivamente sobre la política, mientras los verdaderos poderes económicos se mantienen al margen del juicio público, invisibles, como si gobernaran sin pasar nunca por el banquillo. Esa ausencia no es ingenua: es estructural.
Y con todo eso a cuentas, el peronismo sigue siendo el único gran movimiento que intentó cambiar de raíz la estructura del país.
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Su límite: no haber logrado democratizarse a fondo ni formar una nueva dirigencia capaz de renovar el pacto original.
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Su tragedia: volverse, por momentos, parte del mismo sistema que vino a combatir.
Su virtud, innegable: demostrar —aun con todas sus fallas— que otra Argentina es posible: una Argentina que piense primero en los humildes, apueste por la producción, la educación y la justicia social, y sueñe con la soberanía y la dignidad nacional.